Atrincherados entre cuatro paredes
LA HABANA, Cuba, noviembre, www.cubanet.org – Al visitar a una amiga, he
sufrido un shock por el contraste entre el interior de su casa y el exterior,
una calle llena de fango, porque el pavimento desapareció hace buen rato y ahora
es un tosco terraplén.
Desde que atravieso el jardín bien cuidado, separado del exterior por una cerca de malla metálica y un muro de plantas que impiden ver hacia afuera, ya se respira otro aire. Mi amiga Yamilé dedica mucho tiempo al embellecimiento y cuidado de su casa, mantenida por los euros que sus padres le envían cada mes desde España.
Una brigada de albañiles remodeló la casa a su gusto. Los mosaicos descoloridos del piso de la sala, el pasillo y el comedor, fueron reemplazados por lozas de cerámica de diferentes diseños, y sus colores juegan con los de las paredes de cada pieza. El baño, de poceta y ducha, dejó lugar a una amplia bañadera con relucientes azulejos de cerámica forrando las paredes. En los dos cuartos las ventanas de madera fueron sustituidas por otras de metal y cristal, que hermetizan las habitaciones, para combatir el infernal calor habanero gracias a los aparatos de aire acondicionado.
En la sala no muy grande reina un multi mueble lleno de adornos de porcelana barata. Sobre el sofá, un enorme panda de peluche hace compañía a las visitas, como invitado especial. La cocina, donde Yamilé exhibe con orgullo todos los equipos, parece más bien la vitrina de una tienda de electrodomésticos.
Este fenómeno hace patente su deseo de “negar el exterior”, expresado en la necesidad de reorganizar el espacio privado, redecorarlo con acumulación de objetos y aparatos nuevos, y simultáneamente aislarlo visualmente del desagradable mundo circundante.
No obstante, mi amiga no logra sentirse cómoda en su torre de marfil “primermundista”, pues el problema real está de la puerta hacia afuera, continúa intacto y ella no lo puede solucionar. Por mucho que decore y arregle su humilde casa, para entrar y salir de ella, Yamilé debe pasar por la calle donde está ubicada, muy similar a casi todas las calles de la ciudad; un deprimente ejercicio que implica sortear pestilentes charcos y baches llenos de agua sucia.
Da igual recorrer la calle Amargura, donde es difícil encontrar un metro cuadrado sin charcos y suciedad en un mediodía lluvioso. O caminar por Santos Suárez, antaño una barriada prestigiosamente pulcra, donde hoy es imprescindible mirar con atención cada paso que se da, para evitar caer en los numerosos huecos de las aceras, o en uno de los arroyos de aguas albañales que corren por las vías.
El de Yamilé no es un caso aislado. La perenne crisis cubana, que se agudizó en los años 90, ha dejado en muchos cubanos esa obsesión por cambiar el interior de sus hogares y hacerlos más lindos y cómodos (según sus gustos y paupérrimas economías), para refugiarse en ellos, con la ilusión de obviar toda la fealdad e incomodidad que reinan en el país.
La mayoría de los habaneros que remodelan sus casas, generalmente con dinero enviado por familiares desde el extranjero, invierten primero que todo en las cocinas y los baños. Ahora la furia entre los capitalinos son las cocinas abiertas, con arcos de medio punto para eliminar la pared que generalmente las separa del comedor. En los baños, el mayor símbolo de estatus es cambiar la consabida cortina plástica por puertas de corredera enmarcadas en metal, e instalar duchas “de teléfono” (de mano).
En el caso de los cubanos esta obsesión por decorar y crearse refugios de bienestar entre cuatro paredes, es mucho más que una moda o normal “tendencia en la decoración”; pienso que refleja la -quizás inconsciente- necesidad de negar la decadencia y la fealdad del entorno, en un país que se derrumba, sumido desde hace décadas en la más terrible y prolongada crisis material y social de su historia.
Desde que atravieso el jardín bien cuidado, separado del exterior por una cerca de malla metálica y un muro de plantas que impiden ver hacia afuera, ya se respira otro aire. Mi amiga Yamilé dedica mucho tiempo al embellecimiento y cuidado de su casa, mantenida por los euros que sus padres le envían cada mes desde España.
Una brigada de albañiles remodeló la casa a su gusto. Los mosaicos descoloridos del piso de la sala, el pasillo y el comedor, fueron reemplazados por lozas de cerámica de diferentes diseños, y sus colores juegan con los de las paredes de cada pieza. El baño, de poceta y ducha, dejó lugar a una amplia bañadera con relucientes azulejos de cerámica forrando las paredes. En los dos cuartos las ventanas de madera fueron sustituidas por otras de metal y cristal, que hermetizan las habitaciones, para combatir el infernal calor habanero gracias a los aparatos de aire acondicionado.
En la sala no muy grande reina un multi mueble lleno de adornos de porcelana barata. Sobre el sofá, un enorme panda de peluche hace compañía a las visitas, como invitado especial. La cocina, donde Yamilé exhibe con orgullo todos los equipos, parece más bien la vitrina de una tienda de electrodomésticos.
Este fenómeno hace patente su deseo de “negar el exterior”, expresado en la necesidad de reorganizar el espacio privado, redecorarlo con acumulación de objetos y aparatos nuevos, y simultáneamente aislarlo visualmente del desagradable mundo circundante.
No obstante, mi amiga no logra sentirse cómoda en su torre de marfil “primermundista”, pues el problema real está de la puerta hacia afuera, continúa intacto y ella no lo puede solucionar. Por mucho que decore y arregle su humilde casa, para entrar y salir de ella, Yamilé debe pasar por la calle donde está ubicada, muy similar a casi todas las calles de la ciudad; un deprimente ejercicio que implica sortear pestilentes charcos y baches llenos de agua sucia.
Da igual recorrer la calle Amargura, donde es difícil encontrar un metro cuadrado sin charcos y suciedad en un mediodía lluvioso. O caminar por Santos Suárez, antaño una barriada prestigiosamente pulcra, donde hoy es imprescindible mirar con atención cada paso que se da, para evitar caer en los numerosos huecos de las aceras, o en uno de los arroyos de aguas albañales que corren por las vías.
El de Yamilé no es un caso aislado. La perenne crisis cubana, que se agudizó en los años 90, ha dejado en muchos cubanos esa obsesión por cambiar el interior de sus hogares y hacerlos más lindos y cómodos (según sus gustos y paupérrimas economías), para refugiarse en ellos, con la ilusión de obviar toda la fealdad e incomodidad que reinan en el país.
La mayoría de los habaneros que remodelan sus casas, generalmente con dinero enviado por familiares desde el extranjero, invierten primero que todo en las cocinas y los baños. Ahora la furia entre los capitalinos son las cocinas abiertas, con arcos de medio punto para eliminar la pared que generalmente las separa del comedor. En los baños, el mayor símbolo de estatus es cambiar la consabida cortina plástica por puertas de corredera enmarcadas en metal, e instalar duchas “de teléfono” (de mano).
En el caso de los cubanos esta obsesión por decorar y crearse refugios de bienestar entre cuatro paredes, es mucho más que una moda o normal “tendencia en la decoración”; pienso que refleja la -quizás inconsciente- necesidad de negar la decadencia y la fealdad del entorno, en un país que se derrumba, sumido desde hace décadas en la más terrible y prolongada crisis material y social de su historia.
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