Granma destapa, ¡ahora!, fraude docente
LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -La reciente publicación por el periódico Granma de otro colosal caso de fraude en la capital habanera (“El daño terrible del fraude”, jueves 27 de junio de 2013, página 3), saca a la palestra un viejo mal que se ha estado enraizando durante mucho tiempo en diferentes niveles de la enseñanza. Esta vez se trata de la sustracción y venta, por parte de dos profesores de un preuniversitario del municipio Arroyo Naranjo, del examen final de matemáticas correspondiente al onceno grado, asunto que –aunque no constituye una novedad– en esta ocasión ha trascendido en la prensa, quizás por el interés de demostrar que “las reformas” también alcanzan al periodismo oficial. Estamos ante un ejemplo del nuevo “periodismo crítico” que pidió el general-presidente en el último congreso del PCC.
Sin dudas, resulta positivo que se divulgue un hecho que lacera y corroe la sociedad desde sus cimientos al implicar un sector tan decisivo para la moral colectiva como el de los educadores. Pero lamentablemente todo indica que éste será un caso más en que se lanza el sofá por la ventana al atacar el fenómeno y eludir las causas de esta lacra.
Las raíces del mal
Como es habitual, el artículo-editorial del Granma arroja tierra sobre los ojos del lector al afirmar que el fraude “se ampara en el finalismo”, y al mencionar como corresponsables de estos hechos a aquellos padres que –conscientes de la pésima calidad de la enseñanza– buscan garantizar a toda costa la promoción académica de sus hijos mediante la compra de los exámenes; así como a que “falla el concepto de la vigilancia y de la exigencia” para evitar que un trabajador de la educación sustraiga una copia de un examen y favorezca con ello un negocio ilícito. Obviamente, en el banquillo faltan acusados.
Décadas atrás, los profesores y demás trabajadores del sector no concebían siquiera la posibilidad de vender un examen. De hecho, sus salarios eran lo suficientemente decorosos como para que no consideraran atractiva la posibilidad de ese y otros delitos que hoy forman parte de la cotidianidad. El fraude escolar es, en definitiva, solo una arista dolorosa de la corrupción general del sistema y de la sociedad.
Sin embargo, la saga del fraude escolar –y propongo centrarnos solo en este tipo de timo y no en otros igualmente escandalosos– tiene raíces muy profundas, nacidas del “promocionismo” como política de Estado. Una política llamada a demostrar la superioridad del sistema de enseñanza bajo regímenes de ideología marxista, sin importar los medios y estrategias, para conseguir cifras cada vez más elevadas de rendimiento académico. Es decir, cifras que en ningún caso reflejan la realidad y menos aún la calidad de la enseñanza.
El fenómeno arranca desde el mismo inicio del proceso, cuando se desarrolló una aparatosa campaña de alfabetización por toda la Isla cuyos resultados, según testimonios de muchos de los adolescentes que entonces fueron “maestros”, son fruto del fraude: ellos mismos escribieron de su puño y letra la “carta a Fidel” que debían escribir sus alumnos como prueba de haber sido alfabetizados.
Los que alguna vez fuimos profesores de enseñanza preuniversitaria o tecnológica sabemos que en la década de los 80’ era requisito obligatorio para el maestro, al inicio del curso escolar, la entrega de un documento llamado “compromiso de promoción”. Dicho “compromiso” no solo ataba a los profesores al cumplimiento de una cifra forzada de estudiantes “aprobados” al final del curso, sino también esa cifra era muy elevada, del rango del 95% y a veces más.
El profesor que no firmara dicho “compromiso individual”, trazado por la dirección del centro en coordinación con la dirección municipal de educación, era duramente cuestionado a todas las instancias y corría el riesgo de perder su puesto de trabajo. Tal era el listón que establecía el compromiso de éste con la revolución. El maestro dejaba de pensar como pedagogo en tanto tenía que pensar como “revolucionario”, condición primera (y muchas veces única) para ser un educador.
En consecuencia, muchos profesores cedían ante la presión y para alcanzar la meta establecida toleraban el fraude estudiantil, en tanto los menos escrupulosos simplemente lo promovían al dictar repasos que contenían exactamente las preguntas y contenidos particulares que serían evaluados, al señalar al estudiante la respuesta correcta en medio de un examen e incluso al corregir los errores de los estudiantes durante el proceso de revisión.
Los modos de fraude docente, tanto de alumnos como de profesores, se fueron diversificando y especializando a lo largo de décadas, en particular a partir de los años 90’, cuando se produjo un éxodo masivo de profesionales de la educación hacia otras ocupaciones más lucrativas y miles de aulas quedaron sin maestros, lo que condujo a la concentración de estudiantes para paliar la escasez de educadores calificados, y –más grave aún– a la improvisación de maestros a partir de cursos emergentes, sin tener en cuenta los valores éticos y morales, la vocación ni las capacidades de los nuevos “educadores”, frecuentemente más ignorantes que los propios alumnos a los que debían instruir y formar.
Simultáneamente, el Ministerio de Educación estableció normas extremadamente flexibles a la hora de evaluar los resultados académicos con el objetivo de mantener altas estadísticas, una de las vitrinas irrenunciables del castrismo, de manera que el fraude quedó oficialmente institucionalizado. Poco a poco dejó de haber estudiantes que repetían un curso, lo que remontó casi a un 100% la promoción escolar en el período más oscuro y precario de la historia de la pedagogía en Cuba.
Exportando el fraude
Pero la oficialización del fraude llegó para quedarse y en estos tiempos ha alcanzado incluso ribetes extraterritoriales. Por razones obvias, no existe posibilidad alguna de verificar la obra de los alfabetizadores cubanos que han cumplido “misiones” en intrincados puntos de la geografía latinoamericana ni el número de campesinos alfabetizados en virtud de dichos programas. No es menos cierto que una campaña de alfabetización siempre lleva consigo un contenido humano elevado y positivo: una determinada cantidad de personas logra aprender a leer y a escribir, más allá de los intereses políticos de los gobiernos que las promueven. Pero la experiencia indica que no hay que confiar en las estadísticas populistas ni en los resultados.
No obstante, dentro de la sistematización del fraude aparecen aristas más graves. Existen testimonios de médicos/profesores cubanos que en los hospitales de la capital imparten lecciones a miles de estudiantes latinoamericanos y de otros países, después que éstos han pasado un acelerado proceso de “nivelación” para hacerse de un título de bachiller que les permita el acceso a estudios superiores. Un día, dichos profesores cubanos podrán dar fe de la poca o nula preparación y capacidad de muchos de estos estudiantes para asimilar los conocimientos de una profesión compleja y de máxima responsabilidad.
Estos estudiantes forman parte de los paquetes que negocia el gobierno cubano para obtener beneficios económicos y estratégicos; por tanto, casi la totalidad de estos jóvenes se convierten en nuevos galenos incluso sin poseer la preparación teórica y práctica indispensable para el ejercicio de la medicina. No sienten la necesidad de esforzarse porque de cualquier manera se graduarán en el tiempo establecido y en su mayoría serán “médicos” por obra y gracia de compromisos políticos e intereses de Estado.
Así pues, bienvenido sea el editorial que divulga tan lamentable fenómeno, pero la historia sigue estando mal contada. Es de esperarse que pasado algún tiempo el propio periódico publique los nombres de los implicados en el fraude y haga referencia a los juicios seguidos contra ellos y a una condena ejemplarizante, pero nada habrá cambiado. Es una vieja lección bien aprendida, sin necesidad de fraudes: los chivos expiatorios son siempre útiles para cubrir a los egregios culpables, que nunca serán juzgados.
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