viernes, 2 de agosto de 2013

Progresistas muy raros


Progresistas muy raros

 | Por Manuel Cuesta Morúa
LA HABANA, Cuba, agosto, www.cubanet.org -El pasado 26 de julio fue una fecha extraña para el llamado progresismo latinoamericano. Pocas veces se ha visto que más de 10 jefes de Estado hagan apología de la violencia en un acto público, como si las tácticas fallidas de la matanza entre seres humanos fueran el mito fundador de un modelo regional de progreso. Solo el presidente Mujica salvó la situación.
Esto es nuevo en la retórica política de América Latina, y sin dudas está en contraposición con los fundamentos de las ideas progresistas. En nuestro hemisferio se recuerdan las independencias como hechos fundadores de las repúblicas y como ruptura colonial, pero en ningún caso los responsables políticos de turno se lanzan al cuento retórico de las batallas y de la muerte. Todo el mensaje de Estado es típicamente civil y de futuro.
Resulta por eso preocupante que parte de los gobiernos de la región se hayan apuntado al ritual de los frustrados asaltantes del Moncada, sin pensar en el precedente que abren en sus propios países. Su apología de la violencia allana la vía para que grupos armados en sus naciones se inventen su propio Moncada, asalten un par de guarniciones y lo justifiquen con la justicia social.
Hubo más entusiasmo moncadista en el  ALBA que entre los cubanos. A juzgar por las playas de La Habana, por la ausencia de banderas, pitos y maracas alegóricas en otras provincias, y por la conversación y burla callejeras, el 26 de julio no pasó de ser otro buen día feriado. Es una prueba de que la condición mítica de un evento guarda relación con lo que permite construir, no con lo que pudo destruir.
Si un segmento de la generación de actuales líderes latinoamericanos formó su visión en la distancia a partir de lo ocurrido en Santiago de Cuba, en 1953, no debieron perder la doble perspectiva de que, 60 años después, muchos revolucionarios cubanos entraron en la edad madura de la desilusión, y que a la mayoría de los jóvenes poco les dice la vehemencia con que se defiende la violencia revolucionaria como supuesta partera de la justicia.
Pero el tema fundamental tiene que ver con  la visión progresista. Cabe recordar en este punto que el gobierno cubano no es progresista, es revolucionario. Un revolucionario es un tipo inmediato, brutal y, como diría el mismo Mujica, de corto plazo, que se muestra muy molesto con el mundo tal cual es, que carece de herramientas y conceptos culturales para transformarlo, y se le ocurre que lo mejor es hacerlo desaparecer…en nombre de la justicia. Al  progresista, por el contrario, le caracterizan dos rasgos fundamentales: la flexibilidad doctrinal y la negación de la violencia. Comprende al revolucionario, pero lo ve como el incendiario juvenil incapaz de controlar el fuego y sus consecuencias.
Cuando las revoluciones estaban en su apogeo en África, Asia y América Latina, los progresistas disfrutaban de mala prensa en los medios políticos e intelectuales de todo el hemisferio, y más allá. Sobre todo, en nuestra región, o se era revolucionario o se era burgués, representante de los intereses de las naciones poderosas.
En Cuba, mencionar la palabra progresista equivalía al intento rosado de enmascarar, con aparentes fines sociales y de justicia, los intereses de los Estados Unidos, aunque por otra vía: la de aquellos que, según la astucia revolucionaria, se querían hacer los listos después de haber hecho un par de lecturas socialdemócratas.
Al caer todo lo que nunca debió edificarse con el nombre de socialismo, las concepciones progresistas ganan espacios mediáticos, visten una nueva imagen y empiezan a abrirse paso. Entonces surgen los movimientos sociales, la antiglobalización y la gente protestando en las calles frente a los poderes anquilosados.
En el proceso, los viejos guerrilleros cambian, adoptan el camino pacífico, releen a Gandhi y Luther King, no abjuran de Mandela por haber abandonado la violencia y hacen la crítica de su propio pasado violento. Joaquín Villalobos, en El Salvador, Teodoro Petkoff, en Venezuela, y José Mujica, en Uruguay, son los ejemplos que me vienen a la mente.
Todos entienden que las elecciones y la democracia representativa son importantes; que los derechos humanos deben ser defendidos; que las libertades fundamentales están en el origen de cualquier sentido de justicia que se pueda concebir; que al final, los conservadores y liberales pueden tener, si no la razón, al menos sus razones; y que el intento de construir el socialismo es el camino más duro para destruir las concepciones modernas de equidad y justicia sociales, como se demuestra en Cuba.
¿Dónde encaja el gobierno cubano dentro de esta, digamos, filosofía progresista? En ningún lugar. En la modernidad se tienen mejores preocupaciones que las de la edad adolescente de la historia con su auto contemplación heroica. Bocas que alimentar, viviendas que construir, bienestar que definir, vejez que asegurar y oportunidades que ofrecer, son y deben ser preocupaciones más urgentes y decentes que alabar lo que, en definitiva, fue una muestra de pobre sentido táctico-militar que no fundó nada.
Esta alabanza latinoamericana y caribeña es no solo una falta de respeto hacia nuestra historia, es además contraria a lo que los progresistas dicen defender en América Latina: el papel creciente de los ciudadanos, con su diversidad de nombres y apellidos, y la justicia y equidad sociales en cifras. Sin cantos a la violencia.

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