Las compran algunos extranjeros, de esos que acuden a la Isla a pasear por los escombros de la utopía
viernes, mayo 29, 2015 | Luis Cino Álvarez | 1 Comentario
LA HABANA, Cuba – En la Plaza de Armas de la Habana Vieja, además de libros y revistas de uso, fotos y postales antiguas, carteles, discos de acetato, álbumes de sellos, banderines, gallardetes, billetes de la era republicana y todo tipo de bibelots, se venden medallas y condecoraciones.
Ninguna cuesta más de 50 pesos. Las hay de bronce, latón y calamina. Las menos, son de antes de 1959: religiosas, de clubes deportivos, de colegios de pago. La mayoría son de los años 60 y 70. De la UJC, la CTC, la FMC, la ANAP. En ellas aparecen Lenin, Che Guevara, Julio Antonio Mella, Camilo Cienfuegos. Y Fidel Castro. Con boina, con gorra, con espejuelos, sin ellos. Una paloma posada sobre un fusil. O un fusil sin la paloma. O un machete, lo mismo para la zafra que para el combate. O un tanque de guerra, o un cohete, ambos soviéticos. O la hoz y el martillo, el Kremlin y la estrella roja. O la bandera cubana. O la soviética. O ambas unidas, por la amistad eterna que nos unía a la Unión Soviética, que estaba plasmada hasta en la Constitución de 1976.
Aquellas medallas fueron conferidas por méritos laborales, en el estudio o la defensa. Por zafras, emulaciones, congresos, conmemoraciones, por el gusto de darlas. Y los que las recibía henchían el pecho para recibirlas, de tanto orgullo no les cabía un alpiste. Era la chatarra esmaltada, en rojo o verde olivo -para prender con un alfilercito a la guayabera o la camisa manchada de grasa y apestosa a grajo, preferiblemente de miliciano, para lucir más proletarios- con que la revolución pagó el sudor de nuestros padres y abuelos.
Antes del Periodo Especial sus propietarios las mostraban orgullosos. Las llevaban prendidas en el pecho cuando alguna ocasión lo ameritaba. No concebían deshacerse de ellas. Por nada. Ni muertos, por la revolución y el socialismo.
Los locos se desvivían por las medallas. Recuerdo algunos que andaban por La Víbora hasta hace unos veinte años, tan cargados de medallas como mariscales del Ejército Rojo. Todos pasaban un hambre de campeonato y tuvieron finales patéticos, pero decían haber sido “grandes en esta revolución”, solo que nadie recordaba sus grandezas, ni siquiera sus nombres, sino sus apodos: Napoleón, José de las Medallas (por el personaje de una telenovela brasileña), y Chapitas, que además de proclamarse marxista-leninista, decía ser el mismísimo Trujillo, el dictador dominicano, que aseguraba era mentira que lo hubiesen matado, por lo que que un día se lo llevó preso un ‘seguroso’, demasiado joven para saber de los conflictos entre Castro y Trujillo, por gritar algo que no entendió acerca de Fidel y cantar un viejo estribillo que decía: “¿Qué quiere Menoyo? Meterlo en el hoyo…”
Ahora, ya ni los locos andan con sellitos o medallas prendidas a la camisa. Ni Gustavito, el personaje de la TV. Los dueños de las medallas que todavía viven, si no olvidaron donde las tienen guardadas, hace tiempo que las botaron y no quieren ni acordarse…
Los que mercadean con la nostalgia en la Habana Vieja recogieron las medallas de la basura o las recibieron sin demasiado entusiasmo de manos de los hijos y nietos de los condecorados, que se cansaron de guardar cosas inservibles en las gavetas -¡pobres los viejos, que Dios nos perdone, pero los recuerdos no se comen!- y quisieron ver si podían ganarse unos pesitos. Pocos, se sabe, porque esas medallas solo las compran algunos extranjeros raros, de los que acuden a Cuba a pasear por los escombros de la utopía, los coleccionistas de gorras con la estrella guerrillera, las camisetas con el rostro del Che, un sellito- lo que sea, algo de lo que va quedando de la revolución de Fidel Castro. Antes que se acabe o se termine de convertir en cualquier otra cosa. Como pasó en Rusia.
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