miércoles, 5 de febrero de 2020

Mucha hambre

Pescadores de playa y las muchas hambres del hombre

Su cotidianidad se resume a esos metros de agua turbia en un rezo constante para ganarse la vida, aunque no solo de eso pueda vivir el hombre
pescadores Cuba
Pescadores de playa y las muchas hambres del hombre. Foto del auto
VILLA CLARA, Cuba.- Esa mañana el mar ha estado más tranquilo que lo acostumbrado. Solamente, en la orilla de la playa, se advierten movimientos bruscos de pequeños peces que sacan la cabeza a la superficie para atrapar algún insecto. Es temporada de invierno en Caibarién y nadie se atreve a bajar a ese charco artificial de aguas grisáceas. Al borde del hoyo al que llaman playa, se levanta una explanada rocosa a modo de rompeolas donde suelen ubicarse varios pescadores desde poco antes del amanecer y hasta que cae la noche.
Eduardo Torres dice que debe tirar lejos, por los sargazos, que se le enrollan en el anzuelo y le hacen parecer que ha atrapado algo. Él y su compañero de pesquería llevan una cubeta blanca con agua para arrojar la carnada, consistente en mojarras jóvenes que deben permanecer con vida. “Si el pez se muere no nos sirve para pescar”, aclara. “Yo estoy pescando desde los cinco años y ya tengo 54. Aprendí a hacerlo con un carretel de hilo. Se coge mucho sol, pero me gusta hacerlo. Cuando llega el invierno empieza la temporada de la jaiba, que allá afuera le dicen cangrejo azul. Esa es una comida deliciosa, que le gusta mucho a los turistas. Eso es pura proteína, pero hay que saber sacarle la masa”.
Eduardo advierte que no vende su pescado, que lo hace solo por placer y para que coma su familia. Sin embargo, pone bastante empeño en llevarse algo a casa, y lanza un chorro de aguardiente al mar, para que Yemayá lo ayude en su conflicto entre la orilla y la inmensidad. “Aquellos que ves montados en cámaras lo venden casi todo”, dice, y apunta para unos muchachos forrados de pies a cabezas que apenas se distinguen en la distancia. “Esta playa no se vacía, cada pescador tiene su sitio de acuerdo al tipo de pescado que quieran coger. Lo más triste es irse sin nada, como hoy, que nada más he cogido la carnada. Nos afecta mucho el cambio de la marea. Las varas son bastante caras en las tiendas. Yo me he acostumbrado a pescar con carrete, pero no lo hago con menos de 150 metros de pita porque se puede pegar una raya o un sábalo que son muy grandes.”
La punta de la ensenada está ocupada desde la mañana por unos pescadores desconocidos que llegaron desde Santa Clara a pasar el día. “Esa gente viene para divertirse, los he visto mucho por aquí, al menos una vez al mes”, comenta a modo de protesta Israel González, un viejo de piel curtida que decide trasladarse de su lugar habitual de pesca porque ha sido desplazado por los advenedizos de la capital provincial. “No nos molestan, pero entre más bulto menos claridad, ¿entiendes? Ellos no tienen necesidad, como uno, que lo hace para vivir. Míralos, están tomando cerveza cristal y vinieron en máquina”.
Detrás de las pocas viviendas austeras que existen en la playa, Israel nos conduce por un camino que lleva al borde de unos dientes de perro donde sitúa su morral. Antes de contar su historia hace un lanzamiento sobre el agua y deja el rodillo sobre una piedra cercana. Repite la misma operación en varios metros del borde costero. Si la pita se agita es que algún pescado está halando la carnada y debe moverse rápido para que no se le vaya. “Hay algunos grandes, que te llevan el rodillo y no lo ves más nunca si te pones en la bobería”, cuenta. “Una vez me haló uno tan fuerte que me tiró para el medio del mar y casi me ahogo, y no lo pude coger. Muchacha, el dinero que yo hubiera hecho con esa bestia”.
Las narraciones sobredimensionadas de Israel y de otros pescadores de la zona se asemejan a alguna historia de Hemingway o de Onelio Jorge Cardoso. Hacen cuentos de ciclones, de grandes pescas, de animales a los que les atribuyen cualidades humanas y hasta incandescentes. Su imaginario popular de pescadores humildes los ayuda, en cierto modo, a pasar horas sentados sobre los pedruscos a la espera de su presa, sumidos en conversaciones extensas y fábulas improbables.
Para la venta “por la izquierda”, Israel trata de permanecer el día entero al borde del mar. Cuando saca pargos, cuberetas y sierras los prepara allí mismo, los filetea para cargar poco peso a casa. “Mi hija y mi nieta dependen de mí, por eso me paso el día en esto. En mi casa tienen cansado el pescado, no se lo comen. Lo que yo hago es para vender, tanto a los hostales, como a la gente de otros lugares, o para los turistas. Aquí han venido extranjeros que se te paran al lado a esperar a que saques algo para llevárselo. Si les dejas que hagan monerías con las varas y se tiren fotos, te dejan un dinero, no tanto, o te compran algún refresco, o el almuerzo. Ese día es el que mejor se sale y me voy más temprano”.
Alberto Padrón, un amigo de Israel, usa botas de goma para meterse unos metros más en el agua. Es un hombre de pobres vestimentas, pero certeras palabras. “Cuando el mar se calienta empieza el vaciante”, se lamenta. “El camarón, por ejemplo, está medio perdido. Para la carnada, a veces, tenemos que comprarlos en Pescavilla, que te cuesta a 150 pesos la caja de un kilogramo, pero le sacas el doble, o más, si sales bien ese día, si no, perdiste el dinero. Los dueños de los restaurantes no están para pescar. Esto funciona como el capitalismo, es una cadena de oferta y demanda. Lo bueno es que el mar nunca se acaba, pero te acaba, como sembrar la tierra, por eso no hay mucha gente que se quiera dedicar a la pesca”.
En las calles de Caibarién hay casas de dos plantas con piscinas, mansiones alumbradas a la orilla del malecón que se contraponen a un paisaje deshecho de edificios en peligro de derrumbe o a alguna que otra vivienda con la fachada de madera que ha sobrevivido al tiempo. “En Caibarién mucha gente es rica”, dice Alberto. “Les gusta ostentar y meterse en los bares caros. Todo el mundo aquí tiene familia en el extranjero, se fueron en los noventa en los barcos que tenían. Otros, trabajan en los hoteles del cayo. Nosotros no, lo de nosotros es para vivir el diario”.
Sentados en el borde de la playa los pescadores apuntan hacia un infinito cercano. “Allá está Cayo Ratón y después el pedraplén, ¿lo ves?”, pregunta Israel con la mirada perdida. “Ese pedraplén ha hecho que la marea no llegue. Hay mucho fango, porque los puentes han bloqueado la afluencia de peces”. Ni Alberto ni Israel, ni sus familias, han visitado jamás los hoteles de la cayería norte de Villa Clara. Su cotidianidad se resume a esos metros de agua turbia en un rezo constante para ganarse la vida, en un rezo constante para ganarse el pan, aunque no solo de eso pueda vivir el hombre, aunque el hombre tenga muchas otras hambres.

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