lunes, 1 de febrero de 2010

Recuerdos de Mazorra




Cubamatinal/ En agosto de 1974 estuve ingresado en Mazorra. El Pabellón que me tocó fue el Fajardo, donde internaban a los debutantes para observarlos y determinar si los devolvían a la calle como mejorados o los pasaban a los pabellones de tratamiento más prolongado.

Por Rogelio Fabio Hurtado


La Habana, 31 de enero /PD/ El Fajardo era un Pabellón de reciente construcción, muy bien pintado y limpio. Contaba con dos salas rectangulares, separadas por el área de los baños, y un portal con sillones de madera. La sala de la izquierda era para los pacientes en franca recuperación, que eran los menos. Las camas estaban impecablemente tendidas y cada cual disponía de su propia mesita. La otra sala era la destinada a los recién llegados, llena y en desorden. Allí se aplicaban a primera hora en días alternos los electroshocks.

Creo haber recibido tres, pero no puedo precisar la cifra exacta. Recuerdo, sin embargo, con precisión el ritual que los precedía. El técnico que los aplicaba entraba en la sala empujando un carrito donde traía un pequeño acumulador que parecía de juguete. Lo acompañaban dos o tres sujetos corpulentos, quienes vestían piyamas de enfermos. Uno de estos ayudantes comenzaba a leer el listado y a medida que íbamos respondiendo nos colocábamos en fila, a lo largo del pasillo central. Los otros dos, quitaban las colchonetas de las camas y las tiraban en el suelo, unas encima de las otras. Cuando tenían dispuestas unas cuantas, empezaba la función.

Llamaban al primero y lo acostaban en la camilla de madera, donde ya los ayudantes habían extendido una de las colchonetas. Le metían un tubo de goma dura en la boca para que no pudiese morderse la lengua, el técnico le aplicaba en las sienes una pomadita, los ayudantes le sujetaban los brazos doblados sobre el pecho y el técnico aplicaba los dos bornes del cable donde había untado la pomadita y el sujeto convulsionaba sujetado a duras penas por los ayudantes y echaba espumarajos a repetición por la boca, hasta que mermaban los estremecimientos y entonces los ayudantes podían soltarlo y cargar con la colchoneta hasta dejarla caer en el suelo, debajo de las ventanas del lateral izquierdo. Desde la fila, uno presenciaba la repetición del caso, y precisaba cada detalle. No todos reaccionaron igual. Algunos en la primera convulsión se elevaban casi a punto de irse a las manos con los fornidos ayudantes. Otros, apenas echaban espuma por la boca. No recuerdo haber visto a nadie huir en ese momento. Todos obedecíamos el orden de la fila, sin protestar. Cuando me tocó, me acosté en la camilla, mordí la goma – estas indicaciones te las daban en voz baja, casi amable- cerré los ojos, pensé en mi madre y en Aida y no sentí más nada.

Entrada la mañana, cuando el sol te llegaba a la cara, despertabas asombrado de estar con la colchoneta en el suelo. Ni te acordabas del electro y en lugar de pensamientos, percibías todo con mayor intensidad: el cielo azulísimo, la hierba verde y las nubes blanquísimas. Te llevaban en fila para el Comedor – que era el lugar más loco del Manicomio- y tú ibas sin saber si era el almuerzo o la comida. Me habían dado una camisa donde los ojales no coincidían con los botones, un pantalón anchísimo y unas botas cañeras de corte bajo sin cordones. Iba caminando y aguantándome los pantalones a la cintura, sin hambre. Sólo cuando se repetía, confirmabas que ya te habían dado uno y que te iban a dar otro.

La comida era entonces abundante, pero el Comedor estaba lleno de locos que hablaban solos a gritos y si no despachabas rápido tu bandeja y te embobecías, pronto una mano te llevaba de un zarpazo fulminante lo mismo el trozo de plátano que una papa salcochada o el resto del pollo. Siempre daban jarros de leche, pero podía suceder que otra mano te le metiese dentro un terrón de sal como si fuese la cosa más natural y si le protestabas te sonreía inocente. Por las tardes daban de postre unos pedazos grandes de turrón de maní, que yo metía enseguida dentro del jarro, para comérmelo de noche.

En el Pabellón, había que vigilar bien los cigarros y los calzoncillos porque cualquiera les echaba mano tranquilamente. Sin embargo, no había riñas y si le veías puesto tu calzoncillo a otro y se lo reclamabas, se despojaba inmediatamente de él y seguía en cueros de lo más campante.

Salí convencido de que soportaría otro brote reactivo, pero no otro tratamiento. Entonces era inconcebible que fuesen a morir de hambre y de frío tantos pacientes. Se acusa al personal del hospital de haberles sustraído sistemáticamente frazadas, comida y otros enseres para comerciarlos en el mercado negro. Nadie parece acordarse de la última vez que las tiendas cubanas vendieron frazadas o abrigos de invierno. Los responsables últimos de esta tragedia son los demagogos del ahorro a cuenta del pueblo.

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