PUBLICADO PARA HOY 28 DE AGOSTO
Por Leonardo Calvo Cárdenas
Boyeros, La Habana,(PD) Por estos días se han conmemorado los onomásticos de dos figuras políticas que han alcanzado notoriedad y trascendencia en la historia contemporánea. Coincidentes en el tiempo, han enfrentado retos parecidos y han encaminado a través del poder y la autoridad que alcanzaron, el destino de sus pueblos por derroteros bien diferentes.
Fidel Castro (13-8-1926) y Nelson Mandela (18-7-1918) sintieron desde jóvenes inquietudes políticas, ambos se graduaron de abogados, participaron primero en la lucha política para después emprender la lucha armada como medio de implantar la democracia y la igualdad en sus naciones.
Mientras Castro pudo probar y enviciarse muy pronto (1959) con las mieles del poder, como él mismo gusta decir, Mandela debió pasar veintisiete años en las cárceles del Apartheid.
Castro sólo tenía que restaurar las correlaciones democráticas interrumpidas por el gobierno autoritario y represivo de Fulgencio Batista y sobre todo afianzar definitivamente los valores de equilibrio social y decencia pública que Cuba necesitaba para convertirse de una vez y por todas en un gran país, en tanto contaba con sólidas potencialidades económicas y culturales.
Durante el tiempo en que Mandela forjaba en las mazmorras racistas el carácter y la sensibilidad que le permitieron un día lograr la transformación que parecía imposible en África del Sur, Castro implantó un sistema más autoritario y represivo que cualquier otro conocido en la historia de Cuba, sembró el odio, el rencor y la envidia en el alma de los cubanos, destruyó las bases productivas y culturales de la nación y para satisfacer sus trasnochados afanes imperiales, condenó a las madres cubanas a llorar la muerte de sus hijos en varias guerras lejanas, ajenas e inútiles.
Cuando Mandela salió de la prisión, demostró tener la firmeza, flexibilidad, inteligencia y alto decoro necesarios para contribuir a operar el milagro del nacimiento de la nueva Sudáfrica. Para entonces, la revolución cubana era solo un fantasma perdido en sus frustraciones y fracasos, transformada en el inamovible poder de sus jerarcas y en la inconsolable desesperanza de sus súbditos, siempre ocupados en como simular, violar la ley o escapar para sobrevivir.
Durante la década de los noventa en que el desastre cubano llegaba a sus mas altas cotas, Mandela obtenía por legítimo derecho el Premio Nóbel de la Paz, ese anhelo inalcanzado e inalcanzable para Fidel Castro, porque no se puede ser paladín del fratricidio y la guerra al mismo tiempo que de la paz. Como reza el refrán popular “no se puede silbar y sacar la lengua a la vez”.
En 1994, el año en que Cuba, de la mano del Comandante, se hundía en un abismo de degradación material y desenfreno represivo, Mandela realizó el ejercicio al que nunca ha podido someterse el Máximo Líder: presentarse a elecciones abiertas y plurales. En ellas asumió la presidencia por el voto mayoritario y libre de sus ciudadanos. Castro no se arriesgó a las urnas ni en los días de mayor euforia revolucionaria.
Tras cinco años en la presidencia, Mandela renunció a un nuevo periodo y terminó de sellar su ejemplo y grandeza. Tras casi cincuenta años de poder absoluto e incontestable, Castro se vio obligado a causa de una grave enfermedad a entregar formalmente sus varias investiduras, pero a pesar de la disminución ostensible de sus facultades físicas e intelectuales se niega a dejar de ser la palabra única y última del poder real.
Hoy Castro es solo la triste imagen de un pasado que se niega a morir, sin nada positivo que legar a la posteridad. No pasa de ser un anciano enajenado de la realidad, aferrado a falsas glorias pasadas, incoherente en sus persistentes soliloquios, trasnochado pitoniso de ilusorios Apocalipsis que solo provocan risa y lástima en los pocos que se dignan a escucharlo.
Por su parte, Mandela, expresión y símbolo de una nación que avanza enfrentando toda suerte de retos y dificultades, se ha convertido en paradigma y referencia ético-moral de la humanidad, que convierte su cumpleaños en una fiesta universal. Mandela sólo necesita aparecer en público para provocar el estallido de júbilo y admiración que desde cada rincón del planeta le rinde el homenaje que su vida intachable y ejemplar le han ganado.
Invariablemente las actitudes retratan a las personas. Mandela, a pesar de la amistad que lo une a la revolución cubana, ha protestado con la firmeza de siempre ante los actos represivos del régimen de La Habana. Por su parte, Castro proclama su admiración hacia el líder sudafricano, pero nunca se ha molestado en publicar un discurso suyo en la Isla.
Con el final de las vidas de estos personajes históricos de innegable trascendencia universal, asistimos a una demostración ejemplarizante de la diferencia que existe entre el poder de la autoridad y la autoridad del poder.
elical2004@yahoo.es
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