PUBLICADO PARA HOY 6 DE FEBRERO
LA HISTORIA DEL PRESIDIO POLITICO DE MUJERES EN LA CUBA DE LOS CASTRO, ES SOBRECOGEDORA. UNO DE LOS TANTOS TENEBROSOS CAPITULOS QUE EL REGIMEN SE HA ENCARGADO DE OCULTAR MUY BIEN A LOS OJOS DE MUNDO Y DEL PROPIO PUEBLO CUBANO. PERO, ALGUN DIA LA VERDAD SALDRA A LA LUZ. COMENZARA, ENTONCES, EL VERDADERO QUEHACER DE LA JUSTICIA.
Maria Luisa Morales
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EL CORONEL
Por: Iliana Curra
Fue un día cualquiera en la Villa de los Maristas, antigua escuela religiosa que los castristas tenían como sede de su cuartel general de la Seguridad del Estado en La Habana. Fui sacada de mi celda tapiada que olía constantemente a picadillo de soya, el mismo que nos servían a diario con un color verdoso que revolvía el estómago a cualquiera. La celda se encontraba justamente encima de lo que podía ser la cocina del lugar. Por eso el olor constante a salcocho y un calor insoportable.
Una vez más franqueaba los lúgubres pasillos camino al interrogatorio donde me llevaban con las manos detrás y la cabeza mirando hacia abajo. Un calor insoportable en pleno verano me hacía sudar como una cortadora de caña en pleno surco. Ir al interrogatorio se convertía –a veces- en lo mejor que pudiera pasarme, ya que al entrar al frío intenso del pequeño cuartico, me aliviaba inmensamente.
El guardia que me custodiaba entraba al pasillo de los cuartos de interrogatorio y cumplía un ritual que ya me sabía de memoria. Abría una puerta hacia fuera, tocaba la otra puerta, y al recibir la orden de entrar, abría la otra puerta hacia adentro. Se ponía tieso y casi a gritos decía: “Permiso teniente para entregar la detenida”. El teniente se sentía importante y la detenida no lo quedaba más remedio que entrar y sentarse en una silla atornillada al suelo. Creo que está demás explicar por qué estaba atornillada.
El primer teniente empezó a hablar sobre algo que ni recuerdo, cuando de pronto se abrió una puerta a sus espaldas. Se puso de pie a la velocidad de un misil y su cuerpo se estiró tanto que parecía partirse en dos. Su mano derecha se dobló como un resorte y realizó un saludo de corte militar tan tempestuoso que casi me asusto. Me mira azorado y me grita: “póngase de pie”. Yo, impávida y serena, le pregunto con la cabeza, y me grita nuevamente: “párese y salude”. Me sentí molesta en ese momento. Me encontraba muy cómoda sentada para tener que pararme y le dije: “no tengo por qué pararme. No soy militar”. Un hombre de alta estatura entraba por la puerta en cuestión. Por el color de su uniforme verde olivo me di cuenta que se trataba de un oficial de rango mayor. También el susto del primer teniente lo revelaba totalmente. Se trataba del Teniente Coronel Basilio Olivera Chile.
“Quédese sentada, no se preocupe. Quédese sentada”, me dijo el Coronel con una sonrisa sarcástica y divertida a la vez. Parecía un emperador romano al entrar al circo para echar su víctima a los leones. El teniente se relajó luego del permiso de su jefe, pero me miraba como queriéndome matar. Yo no había cumplido su orden, ni tenía intenciones de cumplirla. Y sobre matarme, tampoco me importaba.
El hombre vestía con traje verde olivo oscuro y sus dos grandes estrellas en el cuello de la camisa del uniforme descubrían su grado militar. Tenía una barriga prominente y su cara colorada, a pesar de ser trigueño de piel, revelaba lo bien comido que estaba, sobre todo si lo comparaba conmigo, que parecía salida de una película rusa en los campos de exterminio masivo.
El coronel Chile, como le llamaban, intentaba hacerse el gracioso. A su subalterno le daba tanta risa todo lo que decía que empecé a molestarme seriamente. Luego comprendí que no podía dejar arrastrarme por mi temperamento. Era preciso igualar su cinismo para poder defenderme de su monserga barata.
Empezó por decirme que la pureza no existía y otras tantas simplezas, hasta que dijo: “Aquí no hay nada puro en la vida. La única pura que hay eres tú. Como dice un poema de Nicolás Guillén: “lo único puro que hay en la vida es la pura mierda”. Le hubiera saltado al cuello aunque luego me fusilaran, pero no lo hice. Preferí buscarle un punto débil para contra-atacarlo. Entablamos una discusión con el tono más irónico que recuerde en mi vida. Me dijo que por allí había estado el “Lezca”, refiriéndose a Jorge Lezcano, quien en ese momento era el secretario general del Partido Comunista en La Habana. Al “Lezca” yo le había enviado unas cuantas proclamas que decían “Abajo Fidel”, y, aparentemente no le gustaron.
Le envié saludos a “Lezca” y le dije al Coronel que le preguntara si quería más proclamas. Me respondía siempre con el mismo sarcasmo. Nos dijimos hasta botija verde, pero con la sonrisa a flor de labios. Parecíamos actores de una parodia absurda. Me confesó ser un psicólogo y que había estudiado mi carácter y demás. Me dijo que mi inteligencia estaba por encima de la media, cosa que me dio risa de veras y le dije que estaba feliz de saber que era un genio. Me respondió sin ironías que no era un genio, pero sí estaba por encima de la media.
Trataba de elevar mi ego al máximo, pero luego continuó con su sarcasmo característico, y la guerra de palabras siguió. Me ofendía para intentar sacarme de paso. Yo lo sabía y no quería darme por vencida. Sus ofensas iban envueltas en una aparente finura, con doble sentido incluido. Yo también hacía lo mismo. Le dije que su revolución era un total fracaso y él me dijo que tenían el poder, y luego cerrando el puño artísticamente repitió: “el poder del pueblo”. Le respondí que ese pueblo estaba dentro de ese puño sometido por la fuerza represiva y no le gustó mucho, pero se rió diciéndome algo. Yo trataba de no molestarme abiertamente.
Buscaba algo que me permitiera ganarle la contienda sarcástica. Le había dicho que se veía bien alimentado, mientras el pueblo se moría de hambre. Se rió alto y se tocó el vientre abultado como diciendo: “yo sí como bien gústele a quien le guste”. Le respondí que era evidente, pues para eso era un alto oficial, al igual que la clake dirigente. Eso no le gustó. Me dijo que esa palabra era muy fea y vulgar y entonces le dije que cada cual recibía la palabra merecida. La bronca continuó y yo quería decir lo último para cerrar con broche de oro. Pero, el Coronel era astuto y su capacidad como psiquiatra la estaba utilizando contra mí.
Lo seguí observando. Algo me decía que encontraría como sacarlo de paso. No sabía cómo, pero lo haría. El coronel continuaba con su burla estúpida. Era una pelea de león a mono, y el mono amarrado, como dicen en Cuba.
Lo miré detenidamente, pero tan detenidamente que me percaté de algo que ni él mismo sospechaba le estaba sucediendo. El prepotente oficial, jefe de instructores de Villa Marista, tenía nada más y nada menos que la portañuela del pantalón abierta. El zíper, aparentemente, no lo subió al ir al baño antes del cuestionario zumbón que me estaba dedicando.
Lo dejé coger fuerza con su burlita tonta para que se sintiera superior. En mi mente buscaba cómo decírselo de una forma simple, pero a la vez hacerlo sentir mal. El Coronel ya se creía un gladiador vencedor en las arenas de Roma cuando le dije: “Por cierto, Coronel, cuando pueda súbase la portañuela que la tiene abierta y no me interesa ver nada”. Su cara se puso tan roja, que tenía matices color púrpura. Creí que le daría un infarto, y es que, indudablemente, había sentido vergüenza. No esperó jamás que yo le dijera eso.
No sabía cómo explicar aquella situación tan embarazosa y me decía: “No creas que fue a ex profeso. Yo no me di cuenta”. Titubeaba nerviosamente y yo le dije sonriendo: “No se preocupe. Yo sé que es usted incapaz de algo tan bajo, es que parece que se le olvidó, ¿verdad?” Mi burla casi lo sacó de paso. Abrió la puerta por donde había entrado y seguía diciendo: “Por favor, no vayas a pensar...” “En fin, fue sin darme cuenta…”. Se despidió más rápido que como entró y desapareció para nunca más verlo en un cuarto de interrogatorio. Al pasar el tiempo me sacaron a tomar sol y lo encontré en el área, pero no era el mismo sarcástico que había conocido.
Al teniente instructor se le había congelado su risa, se había puesto muy serio. Su cara era ese mismo poema de Guillén que había mencionado el Coronel. Había apretado un botón que había debajo de su escritorio para avisarle al guardia que viniera a recogerme. En unos segundos estaba yo saliendo por la puerta del cuarto de interrogatorio con una sonrisa más sarcástica que la de Monalisa. El circo había terminado y el emperador había salido corriendo del lugar titubeando y subiéndose el zipper de su portañuela. Todo un verdadero poema de la pureza.
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