miércoles, 17 de octubre de 2012

Fernando Suárez Núñez y John Lennon


| Por Ernesto Santana Zaldívar
FSuárezNúñez- Foto de Ernesto Santana
F. Suárez Núñez- Foto de Ernesto Santana
LA HABANA, Cuba, septiembre, www.cubanet.org -De cuantos transeúntes pasan frente a ese busto que se eleva en un alto pedestal, a pocos metros y de frente a una céntrica calle de El Vedado, pocos deben saber quién es ese hombre, incluso cuando la borrosa aunque legible inscripción, más que informar, incita a averiguar: “El Ajefismo cubano a su creador, don Fernando Suárez Núñez, febrero de 1954”. El busto se alza hacia la zona más visible del parque encuadrado por las calles Quince, Diecisiete, Seis y Ocho, que desde hace años se llama parque John Lennon y que luce una estatua de bronce empotrada en un banco también de bronce —cruzadas las piernas y en pose, oh, hospitalaria— del famoso Beatle. Decenas y hasta cientos de personas vienen a verla diariamente, sobre todo los turistas, que se sientan jubilosos junto al viejo Johnny para tomarse fotos.
En realidad no es culpa del célebre rockero que nadie le preste atención al busto de Fernando Suárez. Cuando en Cuba a ningún ser humano en su sano juicio se le hubiera ocurrido, allá por los años sesenta o setenta, que algún día habría una estatua de bronce en este parque representando a un Beatle, y que incluso el mismo parque tomaría un nombre tan poco apreciado por el gobierno, ya Fernando Suárez era alguien mucho más que olvidado por los transeúntes.
En los primeros años después de su rimbombante inauguración —con Comandante en Jefe, juglares de élite y todo un ceremonial—, la estatua de John Lennon tuvo que ser vigilada día y noche por un guardián uniformado, porque, desde que fue situada allí, la figura del músico inglés y miope tuvo que sufrir que una y otra vez le robaran los espejuelos, no obstante lo bien soldados que los fijara el escultor en cada ocasión. Cada cierto tiempo, sin que nadie supiera explicar cómo, los espejuelos desaparecían. Recuerdo haber pasado por allí en una madrugada de diluvio y haber visto al vigilante bajo un capote amarillo, soportando el aguacero. En verdad tal vandalismo no era un acto tan inusual. Desde que comenzó la beatlemanía, hace cincuenta años, John Lennon hubo de estar acosado siempre por todo tipo de fanáticos y de chiflados. Por cierto —y por desgracia—, uno de ellos, Mark David Chapman, con la novela El guardián en el trigal de Salinger en una mano, disparó sobre él, fríamente, el revólver que blandía en la otra mano.
Ahora el custodio de la estatua (vigilada hoy solo durante el día), en cuanto ve que alguien quiere tomarse una foto con su protegido, se apresura a ponerle unos horribles y ridículos quevedos que quién sabe de dónde demonios los sacó. Después de la foto, le quita a la estatua el artefacto y lo vuelve a guardar en un bolsillo. Si se trata de turistas, claro, y hay algunas monedas, pues mejor para el servicial oftalmólogo del Beatle más salvaje que, por suerte para el pobre viejo, se halla reducido aquí a metal inamovible.
Lennon- Foto de Ernesto Santana
Lennon- Foto de Ernesto Santana
Hace tres o cuatro años se estrenó en el teatro El Sótano una obra en la que un rockero fanático se roba, no los espejuelos, sino la estatua completa, y se la lleva para su cuarto-garaje con el propósito de ofrecerle un concierto. Melancólico homenaje este a una época en la que a nadie se le hubiera ocurrido pensar que el mismo gobierno que en los años sesenta condenaba a John Lennon y a sus tres compañeros de The Beatles por representar lo peor de la cultura capitalista decadente y peligrosísima, cuarenta años después, ensalzara a Lennon nada menos que por ser soñador, en Imagine, de un mundo único en el que no hubiera nunca más razones para matar ni para morir. ¿Imagine? Lennon, ni nadie, nunca imaginó tanto brutal cinismo. Vueltas que da la vida. Ni siquiera sentado y en silencio, congelado en bronce, tiene paz el primer Beatle. Y ya no puede protestar porque hace treinta y dos años que murió. En todo caso, tal vez, pudiera envidiar la suerte de ese otro muerto ilustre, pero ignorado, cuyo busto se alza sobre un pedestal a escasos metros de él. Ignorado absolutamente a pesar de que el sobrio monumento fue erigido hace mucho más de medio siglo. Ni siquiera el nombre puede decirle mucho al caminante que se detenga a mirar la inscripción, si es que alguien se detiene alguna vez.
Fernando Suárez Núñez, nacido en 1882, fue el fundador de la primera logia AJEF (Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad), el 9 de febrero de 1936, en La Habana, con el nombre de “Esperanza”, cuando la masonería cubana, debilitada por la caída de sus mejores hombres en la revolución contra Gerardo Machado y por el triunfo del nuevo dictador, en su primera dictadura, Fulgencio Batista —mientras que en Europa se imponían Adolf Hitler y Benito Mussolini, además del veterano Stalin—, decidió retirarse de la lucha activa contra el despotismo y preparar a la juventud como continuadora de los ideales de libertad, justicia y fraternidad universales. Inspirado en la idea “Haga hombres quien quiera hacer pueblos”, de José Martí, Venerable Hermano para los masones, Suárez Núñez se lanzó a una labor incansable y de larga visión. Dos años después, ya el Ajefismo contaba con más de cinco mil miembros distribuidos en cincuenta y ocho logias por todo el país, e incluso, en 1939, llegaba a México llevado por Martín Dihígo, el mayor de los ídolos del béisbol cubano de su tiempo. En la siguiente década el Ajefismo se extendió por el gran país norteamericano y la primera logia AJEF que se fundó en el Distrito Federal recibió por nombre precisamente “Fernando Suárez Núñez”.
Aquel hombre había sido un humilde herrero de Guanajay y la Asociación que fundó no era propiamente masónica, sino solo un sistema práctico de educación moral para la asistencia social, dirigido a jóvenes de catorce a veintiún años, de carácter educativo-psico-sociológico: una preparación para la vida en el sentido más fraternalmente humano, aparte de toda creencia religiosa o política, con el propósito pedagógico esencial no tanto de enseñar los conocimientos como de (bajo la advocación americanista y de sentido universal de Benito Juárez y José Martí) enseñar a aprenderlos. Singular método para el perfeccionamiento integral del hombre.
El Ajefismo devino cimiento de la Gran Logia de Cuba y su ilustre fundador recibió incontables reconocimientos por su labor formadora en Cuba, Estados Unidos y en varios países de Latinoamérica y Europa, antes de morir en La Habana en enero de 1946. Pero la Asociación misma desapareció a mediados de la década del sesenta por un decreto de un Gran Maestro masón cubano. Aunque no se conoce en detalle cuál fue la fundamentación para tan tajante decisión, es sabido que las motivaciones tras el decreto tuvieron naturaleza política y partieron de conflictos surgidos dentro de la institución juvenil después de que muchos miembros fueran obligados a ir a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) y al Servicio Militar.
Nadie se toma hoy una foto junto al busto de Fernando Suárez Núñez. Nadie se detiene siquiera a mirar ese rostro de piedra que parece mirar al infinito y no significar nada. Hasta los políticos lo ignoran, y de seguro no sabrían qué hacer con él el día en que sepan que tal hombre existió y que predicó el respeto, la tolerancia, la no discriminación, la igualdad, la libertad y la fraternidad, lejos de toda violencia y sin ansias de poder. No hace falta un guardia que proteja su busto. Nadie lo mira. Y, para mayor desgracia suya, ni siquiera es extranjero.
Pero, si algo une al hombre representado por ese busto de piedra y al hombre representado por esa estatura de bronce, es que los dos creían, a su manera, quién sabe con cuánta efectividad y razón, en la fraternidad humana, más allá de lo que puedan pensar o decir dictadores o transeúntes.

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